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Leer a Zafón siempre es sinónimo de magia.
Es una historia juvenil, sí, pero es tan bonita que perderse en las páginas de este libro es una maravilla.
La forma que tiene de escribir Zafón en única. La forma que tiene de tocar el alma con pocas palabras es sorprendente.

La historia tiene es toque mágico, fantástico, misterioso, encantado, poético, clásico... que tanto caracteriza a este autor. Con su narración, hace que te adentres completamente en su mundo y cada página que pasas es una nueva visita a la costa de Normandía, un nuevo paseo por la Playa del Inglés, una nueva historia de miedo en la Cueva de los Murciélagos, una nueva incursión en el bosque a los pies de Cravenmoore... Puedes sentir el latir de los mecanismos de los autómatas de Lazarus Jann, la sombra maldita del fabricante que surgió de los engaños de Daniel Hoffman y puedes ver las luces de septiembre brillando sobre la torre del faro que se alza sobre las brumas.

No hay más que leer las cartas del principio y del final para que el corazón se encoja de esa forma que solo provocan las grandes historias. Al leer ese prólogo y epílogo no puedo evitar acordarme de esa canción de Coti: Nueces. Guarda grandes similitudes.

En el final, el autor deja que la imaginación del lector que complete la historia y dibuje ese tren procedente de Austerlitz, pero a decir verdad, me hubiera encantado estar presente esa mañana en la estación de Normandía y leer lo que sucedió.

Otra cosa bonita de los libros de Zafón es que siempre te enseñan algo (En realidad muchas cosas). Que se desvanezcan las sombras y que brillen las luces, que hasta en los peores días de la guerra hay que tener sueños.