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Álvaro Bisama's Blog, page 237

December 7, 2014

Amor a prueba: El show de la lencería

Un reality puede ser la prueba de fuego de un canal. A estas alturas, importa poco si funciona o no. Lo que vale es la ostentación y el derroche de recursos, la grandilocuencia de los sets, lo complejo de las pruebas y lo perfecto del casting de los participantes, pues todo lo anterior es un modo de medir quizás cómo ha crecido un canal, fabricando un producto sin más valor de uso que el de la entretención pura y dura. Así, los realitys son una de las líneas divisorias que separan a los canales grandes de los chicos. Ya sabemos que ahí C13 y TVN triunfaron, gracias a las mil y una versiones de Pelotón, con los relatos psicotrónicos que creó Sergio Nakasone en Mundos opuestos y sus diversas encarnaciones. Chilevisión, en cambio, fracasó miserablemente cuando lo intentó. Amazonas terminó siendo uno de los episodios más bochornosos de la década trash de nuestra televisión gracias a, entre muchas cosas inolvidables, un incidente internacional y la imagen del periodista Juan Pablo Queraltó burlándose de un indígena en Primer Plano.


En ese contexto, esta semana Mega estrenó Amor a prueba, que quiere presentarse como la demostración de que la estación puede apostar y ganar en más áreas que no sean la de Pituca sin lucas y los culebrones turcos. Viendo los primeros capítulos, es posible pensar que están consiguiendo su objetivo. Amor a prueba luce carísimo y contiene todos los clichés el género: una de las participantes trajo a su perro, hay diálogos innecesarios y conflictos que surgen de la nada, los cara a cara son violentos y todos los días hay alguna prueba que provoca roces y saca chispas. Gracias a lo anterior, el show consigue el piso mínimo que le exige el formato, facturando en apariencia un reality a la vieja usanza gracias a una televisión tejida sobre tiempos muertos y una narrativa construida sobre la marcha, volátil e inesperada.


Pero hay cosas en Amor a prueba que ponen en suspenso lo anterior. La más importante es que el casting esté integrado casi completamente por modelos profesionales que tienen conciencia absoluta de que están actuando, interpretando quizás un rol definido de antemano por ellos o la producción. Aquello le quita cualquier ilusión de veracidad al programa, por mínima que sea.



Todo es pura actuación, todo es el fingimiento consensuado del deseo y de la pena, de la frustración y la piedad, como en la expulsión de Nicole “Luli� Moreno el jueves pasado o el hecho de que Junior Playboy haya, en apenas dos días, conseguido una novia a quien declararle su amor�.



Esa condición impostada es tan explícita que hace dudar de la narrativa, que obtiene su sentido en los precarios vínculos románticos que los participantes establecen entre ellos gracias a las competencias de striptease, los cuerpos pintados y juegos en el barro. Porque parece que Mega ha despojado al show de todo lo accesorio. No hay acá tema, ni concepto, ni nada que pueda urdir algo parecido a un hilo narrativo. Todo es una colección de recursos baratos, puestos sin culpa cada noche. Como si fuese una película porno, Amor a prueba muchas veces parece una sucesión de escenas sin conexión aparente, puras instantáneas de un puñado de vidas que no sabe muy bien qué hacer en pantalla salvo exhibirse hasta quedarse vacíos. Por supuesto, es fácil entender por qué sucede esto: en su afán por reventar el rating, Mega ha creado un reality cuyo único sentido es la explotación sexual, acá apenas disfrazada de juego amoroso.


El gesto es honesto, en cierto modo: todos saben a lo que van. Los participantes, que quieren su momento de exposición y fama. El canal, que quiere rating a cómo dé lugar. Y los espectadores, que pueden ver todas las noches un catálogo de lencería erótica en medio de una pasarela de histeria.

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Published on December 07, 2014 06:20

November 30, 2014

Informe Especial: Problemas en el submundo

Para quienes crecimos viendo tele en la década del ochenta, Informe Especial siempre fue un ave rara y contradictoria: periodismo de investigación dura facturado por un canal controlado por los militares. A la distancia, era algo que chocaba en fondo y forma. Mientras revistas como Análisis o Apsi indagaban en el poder político y económico de aquellos años, mostrando cómo la edificación de la economía del país iba de la mano con la violencia y los atropellos a los derechos humanos; el programa de TVN construía una suerte de periodismo explosivo que trataba de irse por otro lado, abordando diversos “submundos� que presentaba quizás como dimensiones paralelas, apenas conectadas con la sociedad donde existían.


Cuando terminó la dictadura, Informe Especial tuvo que ponerse al día pero su lenguaje siguió siendo el mismo.


Determinado por el tono que Santiago Pavlovic y Alipio Vera le dieron alguna vez, en el programa todo tema siempre fue cubierto como una zona de guerra, como una crisis permanente. Cuando Canal 13 armó las primeras versiones de Contacto, estas siempre palidecieron ante el programa de TVN: Mercedes Ducci nunca pareció una sobreviviente como Pavlovic ni menos pudo competir ni de lejos con el estatus moral que tenía Patricia Verdugo, que se incorporó al staff de investigadores del programa. En lo básico, el show siguió siendo el mismo, pero mejorado. Informe Especial no cambió porque no lo necesitaba: su pauta era la agenda de los temas de la vida chilena, amén del reporteo in situ de uno que otro conflicto bélico, algo que era parte esencial del sello del programa.



¿Si Informe Especial no nos mostraba la caída de Bagdad in situ, quién diablos podría hacerlo?�




De este modo, sobrevivió. Devoró su propia caricatura y llegó al presente. Esta semana, sin ir más lejos, presentó uno de los mejores programas de la tele chilena de este semestre: un relato del proceso de la reforma educacional armado desde la perspectiva de los profesores. Conducido por Mónica Pérez, en él importaron más las historias de los docentes en el aula antes que las voces de los especialistas (Beyer, Waissbluth) que parecían hablar fuera de lugar, sin nada importante que decir. Eso era interesante y confirmaba que la estética del programa aún seguía siendo válida. Más allá de la obsesión morbosa de nuestra cultura política con la educación finlandesa en estos días, lo que se ponía en escena era un costado apenas cubierto de la reforma. Así, las imágenes diarias de las salas de clases y los relatos de los profesores sobre la distancia entre su vocación y su sueldo eran más eficaces que cualquier discurso político a la hora de mostrar la complejidad del debate, sus alcances y la relación que tenía con quienes verdaderamente deberán hacerse cargo de sus efectos a corto y mediano plazo.


Marcó 6 puntos. En alguna parte debe haber algún ejecutivo queriendo cancelarlo, aludiendo a algún focus group o llamando frenéticamente a un experto en audiencias que posiblemente no vea tele. Importa poco porque subraya la pregunta que ronda estos días: ¿qué diablos vamos a hacer con TVN? En el prime, por ahora, parece que nadie quiere ver nuestras propias zonas de guerra aunque Informe Especial esté empecinado en mostrarlas. Importa poco. Quizás desde ahí debería construirse el rol que debe cumplir la televisión pública chilena.

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Published on November 30, 2014 06:22

November 29, 2014

Un niño y sus monstruos

Yo pensaba que Roberto Gómez Bolaños estaba muerto. Parece que era un deporte matar a Chespirito de vez cuando, fingir su muerte. También recuerdo (o puede que me lo inventé) que había un pueblo en Brasil que se había ido a huelga porque la televisora local había dejado de dar El Chavo del 8. Supongo que eso revela su aura, el estatus que tenía como ícono cultural en el continente.


No es raro. Recuerdo que un año vi todos los capítulos de El Chavo. Debo haber tenido 15 o 16 años. Lo daban en UCV. Todos esos episodios me parecieron rápidos y divertidos, hechos de un humor físico, pero también de diálogos punzantes, de situaciones imposibles y resoluciones improbables. Pero había algo de desagradaba en ellos, algo que sucedía por debajo quizás, pero que en esa época no podía identificar. Era algo que tenía que ver con el tono oscuro de los decorados y los chistes sobre el hambre, con la idea de que más que héroes infantiles el programa estaba lleno de seres horribles y deformes, de padres ausentes y madres histéricas, de profesores idiotas, de vecinos abandonados al tedio y al alcohol.


Por lo mismo, en un punto dejé de ver el programa, aburrido de las repeticiones y de esa deformidad que, en ese momento, no sabía identificar como tal.



Con los años, miré algunos capítulos de nuevo pero nunca enganché con el culto a Chespirito. Cuando vi que estrenaban un dibujo animado, me pareció vergonzoso.Cuando en Primer Plano lo trajeron para rendirle un homenaje me pareció el colmo de la falta de ideas�.



Chespirito era un rey olvidado cuya fama dependía de lo que hizo en el contexto del humor latinoamericano de los 70. En ese contexto era un dios de muchas caras. Mientras que uno de sus shows (El Chapulín colorado) era puro escapismo surreal, el otro (El Chavo) quería ser realismo puro, una narrativa atada a los espacios de la precariedad de una ciudad como el DF, pero que también podían ser Santiago y el resto de las capitales hacinadas de América Latina. Porque Gómez Bolaños existía para todos esos lugares: su mitología se fundaba desde todas esas contradicciones, que la hacían inolvidable también la volvían triste y completamente incorrecta.


¿Qué me molestaba, qué me molesta de ella? No lo sé. Quizás la comprobación de que tras un show infantil exitoso se podía esconder una retórica deforme, el acto de hacer humor desde la pobreza, colocando a un muchacho abandonado en la calle y pensar que eso era un sinónimo de la inocencia y la felicidad.


Me imagino que mucha gente, ahora mismo, debe estar recordando sus capítulos preferidos de El Chavo. Yo no tengo ninguno. Para mí Chespirito era animal televisivo que hacía un neorrealismo imposible y deforme, un autor perverso que fabricaba una comedia poniendo en pantalla a un niño de la calle acosado por monstruos.

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Published on November 29, 2014 06:18

November 23, 2014

Tolerancia Cero: El museo de la opinión

Tolerancia Cero lleva quince años en pantalla y apenas reparamos en qué ha terminado significando dentro de nuestra cultura televisiva. A estas alturas, el programa de Chilevisión parece parte del paisaje, parte del aire.



Es como Sábados Gigantes; un mueble, un ruido de fondo que suena los domingos y que a ratos nos interesa. Hay algo de debate en él a veces, pero cuando sucede es una transgresión consensuada, elíptica y llena de eufemismos sin verdadero fondo�.



Por ahora los tres panelistas estables son Fernando Villegas, Fernando Paulsen y Felipe Bianchi. Cada uno cumple un rol asignado de antemano: Villegas es el intelectual ofuscado, Paulsen es quien hace las preguntas morales y Bianchi aparenta ser un periodista progresista. Por supuesto, lo anterior es sólo una descripción superficial. Cada programa, una y otra vez, niega este diseño. Habitualmente los argumentos de Villegas son obtusos, reaccionarios y casi siempre incomprensibles; las preguntas que formula Paulsen tienen un razonamiento tan enrevesado que es imposible recordar el punto de origen de sus reflexiones y lo que dice Bianchi es casi siempre tan intrascendente como olvidable.


Pero el programa está ahí, sigue todos los domingos y, por alguna razón, hay quienes lo consideran el oráculo político de nuestra televisión. Esta temporada todo lo anterior se ha acrecentado, a pesar de un par de cambios cosméticos donde destaca la presencia de algo parecido a un bloque “cultural�, que permitió -en el momento más interesante de la temporada- que Villegas confesase que creía en los seres de otro planeta.




Este semestre, mientras en TVN El Informante busca semana a semana un modo original de sintonizar con los temas de nuestra vida pública, en Tolerancia Cero todo eso pasa por el lado. Aún no sabemos por qué Fernando Villegas sigue en pantalla ni por qué nunca se ha incluido una mujer (¿Cecilia Rovaretti? ¿Mónica González?) de modo estable en el set�.



Por supuesto, es fácil ironizar con un show así, lo complejo es pensar por qué ha sobrevivido tantos años como un referente de nuestra opinión pública. Quizás los chilenos somos animales de costumbres, queremos ver esos rostros familiares porque no deseamos pensar en qué sucedería si existieran otros, en lo que pasaría si efectivamente el programa abandonara la colección predecible de lugares comunes que ha construido estos años (las mil y una entrevistas a Marco Enríquez Ominani, el desprecio por los dirigentes estudiantiles, la enésima visita de Francisco Vidal) para indagar con eficacia en un debate más amplio y sofisticado.


El país cambió estos 15 años. Cambió en las calles y en las casas. Cambiaron los cuerpos y cambió la televisión. Habría que preguntarse cuándo Tolerancia Cero siguió igual, por qué dejó de ser un oráculo para volverse un dibujo animado. Por eso, sigue siendo raro verlo cada domingo: uno siente como si caminara arriba de una tumba. Mal que mal, pocas veces el espectador tiene la posibilidad de pasear por un museo que no sabe que es tal.

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Published on November 23, 2014 06:36

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Álvaro Bisama
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